jueves, agosto 14, 2008

Caminos divergentes para un fin común.

Cuando la crisis parece que aprieta. Cuando la inflación interanual se encuentra en límites desconocidos en la última década. Cuando el desempleo sube en época estival, empujado por la no persecución de los fraudes de ley que cometen empresas que despiden a sus trabajadores en época de vacaciones o cese de actividad. Es cuando hay que tomar medidas y cuando un Gobierno enseña su ropa interior.

Pero lo que ocurre es que en esta primera década del siglo XXI todos los gobiernos llevan bragas de cuello alto, faja y combinación. Para que alguna no se me enfade, podía asimilarse a igualmente a los calzoncillos blancos de algodón y pololos hasta la rodilla de principios de siglo pasado.

Lo que quiero decir, por si mentes despistadas no hacen más que llamarme degenerado, es que las recetas cuando hay que enseñarlas, al final son las de siempre, las de otra época, las mismas que se aplicaron en la crisis de los noventa, las mismas de la crisis del petróleo del 77, las mismas que se aplican en todos los países del mundo... Nada fuera de la norma.

Resumense las medidas adoptadas por el Gobierno a la vuelta del verano en tres mandamientos:

Reducción de los trámites para las pymes.

Eliminación de restricciones a las aperturas de centros comerciales y facilitar la competencia.

Supresión de impuestos, fundamentalmente el del Patrimonio.

Agilización de las obras públicas, a costa de las declaraciones de impacto ambiental. (Reduciéndolas más incluso).

Si el Gobierno que aprueba estas medidas es de extrema derecha, no hay ni una sola de ellas que nos extrañase. Este Gobierno, al que tantas veces se le ha alabado por ser innovador, por situarse a la vanguardia mundial en tantas cosas, resulta que con la economía no va más allá del manual. No necesitamos comisión delegada de asuntos económicos para esto, sólo una buena hemeroteca y mirar lo que los gobiernos cualquiera que sea el color han hecho en las crisis de la segunda mitad del siglo XXI.

De estas grandes líneas sólo salvaría la última, pero nunca bajando las limitaciones de las evaluaciones de impacto medioambiental. Hay que poner el dinero que recaudan las grandes empresas del país, que siguen, a pesar de la crisis batiendo records de beneficios, en manos de los ciudadanos. Son esas grandes fortunas. Que siguen creciendo en tiempos de crisis las que deben pagar casi la totalidad del porcentaje de la pérdida del poder adquisitivo y económico del ciudadano. Eso sería una política económica valiente. Es eso y no el empujar a pequeños empresarios a meterse en negocios de escaso éxito en tiempos de crisis, lo que puede que los ciudadanos agradezcan en sus bolsillos. No es la reducción de un impuesto tan poco progresivo como el del Patrimonio lo que debe hacer que los más desfavorecidos vivan la crisis con más holgura.

Es igual, simplemente es clamar en el desierto. Desesperación.

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